SABER VIGILAR PARA QUE EL AMOR NO SE DUERMA


Saber vigilar para que el amor no se duerma (Mt 25,1-13)

    Estamos ya terminando el año litúrgico, y entra en estos últimos domingos una temática que representa un quicio especialmente importante y determinante de la espiritualidad cristiana: la vigilancia espiritual. Vamos a escuchar en esta primera entrega una célebre e ingeniosa parábola de Jesús: las vírgenes necias y las vírgenes prudentes. Son jóvenes doncellas, en una escenificación plástica de la doble actitud que podemos adoptar las personas ante el paso del Señor: la vigilancia diligente o la despreocupación indolente.

    Quizás alguno podría decir que las prudentes podían haber compartido su aceite con las necias, en vez de mandarlas a comprarlo, cuando a aquellas horas era evidente que no encontrarían ninguna tienda abierta. Pero el objetivo de la parábola no es un discurso –justo y lícito– sobre el compartir fraterno, sino sobre la vigilancia ante la imprevisible llegada del novio o esposo. Por eso, la parábola, más bien da un apunte clarísimo sobre la responsabilidad personal ante esta llegada. No es que bendiga y propicie un extraño egoísmo espiritual, como si las prudentes dijesen a las necias: «es vuestro problema…, buscaos la vida» –actitud imperdonable desde una óptica cristiana–, sino que insiste y recalca el ejemplo puesto por Jesús, por el que se viene a decir que en la vida hay cosas que son completamente personales e intransferibles.

    Por esta razón, la vigilancia espiritual se aviene tan mal con la inercia, con el ir tirando, con la superficialidad y la frivolidad, con el vivir de las rentas. La vida cristiana debe estrenarse de continuo, porque no es otra cosa sino un encuentro con Alguien vivo, con Alguien que está viniendo continuamente, ya que sus bodas con la Iglesia y con la humanidad son un eterno presente. Dios no nos ha dado hora para que podamos vivir a nuestro aire –el cual no suele coincidir con el viento del Espíritu–, hasta que se acerque la hora prefijada, antes de la cual nos ponemos en forma, nos maquillamos de mejunje cristiano y… ¡al banquete de las bodas de Dios!

    Por el contrario, Jesús con esta parábola no quiere apariencias artificiales sino coherencias verdaderas y sentidas. No hay que vivir en cristiano sólo cuando nos ven, o cuando podemos salir en la foto, o cuando se acercan determinados momentos de la vida o de la muerte en los que «toca» sacar el traje creyente. La hora de Dios no es ésta o aquélla, sino que su hora es siempre. Hace falta tener el óleo suficiente para que cuando continuamente llegue Él, continuamente podamos reconocerle, sabiendo además que la luz con la que vemos a Dios también ilumina los senderos de los hombres hermanos y nos permite ver sus vidas y sus rostros. No es una vigilancia nerviosa o interesada calculadamente, sino la vigilancia de quien quiere que el amor no se duerma para poder reconocer el Amor de Dios siempre presente.

+ Fr. Jesús Sanz Montes, ofm

Arzobispo de Oviedo

Domingo 32º Tiempo ordinario

6 de noviembre 2011